jueves, 16 de septiembre de 2004

El despertar

Nadie supo explicar lo que había ocurrido. Nadie podía imaginar lo que ocurriría. El hecho es que al principio, en los primeros minutos, todo siguió su curso como si nada hubiera cambiado.

Cada cual inició su jornada como cada día, aún intuyendo que algo extraño estaba ocurriendo. Los más inquietos encendieron la radio, o la tele, consultaron Internet y llamaron por teléfono a sus más allegados. Poco a poco corría el rumor y al cabo de una hora todas las líneas estaban saturadas y la comunicación se había vuelto imposible. En sus puestos de trabajo todos estaban parados, inmovilizados.

En la otra mitad del planeta todos dormían, todavía ajenos a la nueva situación. Sus gobiernos, ellos sí, fueron alertados por los que ya habían despertado y se empezaban a reunir con carácter de urgencia. Pronto, también en el lado dormido sonaron los teléfonos hasta que sus líneas, a su vez se saturaron. Casi al mismo tiempo, las centrales eléctricas llegaron a su máxima potencia y empezó a fallar el suministro. Una tras otra las poblaciones de ambos hemisferios se quedaron sin luz eléctrica.

Las calles de las ciudades empezaron a llenarse de gentío. En las calzadas interminables hileras de coches esperaban, parados y con las puertas abiertas a que los semáforos se volvieran a encender. En el campo, unos salían de sus casas llenos de preguntas, y otros se paraban en cualquier sitio, asustados por la inconcebible respuesta que ofrecen siempre las evidencias. Al cabo de dos horas el mundo entero estaba despierto y se había convertido en un hormiguero palpitante, crispado y acongojado. Era necesaria una comunicación que, se intuía, no iba a llegar. Al cabo de tres horas los gobiernos del mundo, asesorados por sus comités científicos, confirmaban una noticia que por falta de suministro eléctrico no podían hacer llegar a sus pueblos: el Sol se había apagado.

martes, 10 de agosto de 2004

Solo mía

Yo llevaba varios días sospechando algo. Ella estaba inquieta, algo menos receptiva que de costumbre, algo malhumorada. No sé, cuando una relación es de confianza, estas cosas se notan. Así es que esa noche me mantuve despierto y me hice el dormido para ver si ocurría algo extraño. Cuando acababa de sonar la medianoche en el campanario la sentí moviéndose. Seguí escuchando atento para confirmar que se había despertado. Afuera los perros aullaban levemente, como cuando reconocen a alguien o esperan que les des de comer.



Bajé de la cama y abrí el armero. Saqué la repetidora y cargué tres cartuchos del 15 casi sin hacer ruido. Cogí una linterna de mano. Nunca cierro con llave, en el pueblo no hace falta, así es que entorné el puño de la puerta despacio, muy despacio y la abrí con mucho cuidado.



Crucé el patio de puntillas hacia el establo. De espaldas a la pared y con la escopeta empuñada y cruzada fui acercándome a la puerta de madera. Es una puerta de dos cuerpos. El de abajo estaba cerrado. El otro me permitía ver el interior. Oí unos jadeos, al principio casi imperceptibles, pero crecientes por momentos, irregulares, rítmicos de pronto. Sin duda era un hombre. El pecho me empezó a bombear. Apenas había luna y no distinguía las formas. Me crucé algo más para asomar la cabeza y entonces los vi. El corazón se me partió en dos. No podía creerlo. Enrique, el de la Hortensia de Cuco, el hijo del panadero, estaba ahí, de pie, con los pantalones bajados. Delante de él, ella, se dejaba hacer. Entonces lo entendí todo, sus desaires, su mala cara, su falta de apetito. Me llené de ira, las venas se me hincharon. Me puse la escopeta al hombro y sujeté la linterna con la mano izquierda, junto al cañón. Encendí la linterna. ?Bastardo, hijo de puta? le dije, ?hacerme esto a mí?, y le descerrajé los dos cartuchos y el de la recámara. Entiéndalo señor Juez, me llevó la furia, no pude soportar la imagen. Nadie tiene derecho a hacerme eso. Esa mula es mía, mía y solo mía.

miércoles, 23 de junio de 2004

Palabra

Palabra de honor, mi palabra, no tiene palabra, palabra del Señor, sin palabras, palabra. No nos damos cuenta de su importancia, y sin embargo, como con todo, no caemos en ella hasta que nos falta, o hasta que ha sido mal dicha, o se ha dicho en un mal momento, o no queríamos escucharla, o nos ha llenado, o nos ha vaciado.



Dicen que la mejor comunicación es la que no necesita palabras; la palabra es equívoca. Hay quien colecciona palabras y dice preferir unas a otras. Unos adoran la palabra almorrana. Y otros adoran la palabra sinestesia. Y aún otros adoran la palabra somos o No o Sí.



El verbo se hizo carne y la carne sangró hasta gritar su nombre. Por la boca muere el pez, en boca cerrada no entran moscas, si no tienes nada que decir, no digas nada coño, no digas. La palabra más dolorosa es la que no se pronuncia, porque está viva, porque nos tapa la boca. No hay palabra que exprese más que el silencio. ?Silencio ¡Silencio he dicho!?.



Sin palabras no daríamos nombres a las cosas, ni a las personas, ni las meteríamos en un saco, ni en tablas con números a un lado, ni las escribiríamos en una tarjeta de plástico. ?No, no quiero saber tu nombre?.



La palabra nos ha hecho como somos. Este es un mundo de palabras, de ellas. Se puede vivir al margen. Se le puede hacer la guerra. Revolución. Silencio.

viernes, 18 de junio de 2004

SANTIAGO

Hay lugares donde nunca nada es convencional. Sea por su gente, o sus olores, por lo que ocurre en ellos o por lo que ha ocurrido. Me di cuenta de eso en cuanto llegué a Santiago de Compostela.



Para empezar subí en un taxi que me llevó del aeropuerto al hotel a velocidad de rallye. El conductor tenía al menos 12 tics, no paraba de hablar y no dejaba de lamentarse de su situación, la de su sector y la de su ciudad ?¿Mentiendes??. En 10 minutos tuve tiempo para confirmar todos mis prejuicios sobre los taxistas, los gallegos y cómo no, los cocainómanos.



Después de soltar el equipaje me senté a comer. Pedí un filete de ternera pensando que tendría suficiente para pasar el mediodía tardío que marcaba las 4 de la tarde. Cuando ví 1/4 de vaca sobre mi plato me sentí como un extraterrestre. Obviamente me lo zampé y di gracias a Dios por no haber muerto antes ni en el avión, ni en el taxi. Definitivamente y antes de empezar pude confirmar que la influencia del Apóstol Santiago sobre la ciudad era indiscutible.



Ocurrió que mi estancia en la ciudad del Peregrino se debía a trabajo. Representaba a mi empresa en una feria sectorial. O más bien circo de monos con traje y corbata. Cuando llegué al ferial, nada ni nadie estaba donde tenía que estar. Lo que entonces no sabía es que eso no mejoraría sino que se contagiaría a los propios participantes, que inoculados por el caos circundante acabarían por perder los papeles uno trás otro. Lo que siguió a esto en los dos siguientes días no merece mas que una recomendación: visitar la sección de cuadros de Dalí reunidos en el Museo de Arte Contemporáneo Reina Sofía de Madrid; siempre es mejor seguir creyendo que el Surrealismo existe sólo en los cuadros y no fuera de ellos.



Pero de nuevo y para hacer aún más extraordinaria Santiago, mi compañero de camino, él, estaba ahí. En mi primer contacto con la ciudad, en la tarde siguiente a los primeros fastos, encontré una Catedral cuyos techos tocan el cielo y cuyos aledaños están poblados de tascas, bares, restaurantes, tuburios, pastelerías, licorerías, librerías, malabaristas, turistas, gaiteros, pedigüeños, hippies, turistas, monjas con prisa, curas tranquilos, peregrinos, ?imsersos?, niños en grupo, más monjas, estudiantes, taxistas, policías, ?erasmus?, más monjitas y en medio de todos, Santiago. De nuevo, Santiago.



Era tarde y no vi el momento para ir a ver al Apóstol en el interior de sus muros. Dejé pronto de mirar para dedicarme al sano ejercicio de beberme una cerveza de dos tragos y sentarme a cenar. Productos de la tierra. También tocados por la mano de Dios. No cabe duda.



Al día siguiente, que yo esperaba más tranquilo, Santiago decidió abrirme las puertas del Averno para verlo de cerca. Dicen algunos, pintan más bien, que el infierno es un lugar donde el mal se manifiesta sólo en la confusión permanente. El loco, perdido en su locura, y consciente de ello, se busca eternamente sin encontrarse nunca. Una y otra vez hace de nuevo el camino sin verlo, sin encontrar el final, sin llegar nunca al lugar donde le espera la paz del encuentro. La verdadera locura es un desencuentro sin solución.Visto lo que estaba ocurriendo no pude más que pensar que sería voluntad del Apóstol y agarrado a mi bastón moral recorrí sus caminos hasta el final.

Lo que sucedió después no era más que el cumplimiento de los designios, los que uno ve y uno escucha; los que el Apóstol da a quien los quiere recibir. Tras cerrar detrás de mí las puertas del mismísimo infierno y dejar encerrados en él a los pobres diablos que en él erraban, me dirijí raudo y veloz a abrazar a Santiago.



Esperaba encontrármelo en la puerta de su casa para darme la bienvenida. Y de algún modo así lo encontré, aún sin saberlo. Se oficiaba misa de 6. El templo estaba lleno pero en silencio. La voz del orador resonaba rotunda. Sus palabras hablaban del hombre y la mujer, del niño y el anciano. Sus palabras hablaban de mi y de ti. Parado detrás del público contemplé los arcos y columnas de la Catedral. Empecé a caminar tranquilo por sus naves. Admiré la capacidad de contemplación de los presentes, sus ojos, encontrándose, con él, conmigo, con ellos.



Sin embargo, entre todos, aún no habia encontrado a quién buscaba. De modo que decidí salir de nuevo. Rodeé los extramuros de la Catedral y donde menos esperaba encontré una puerta con un cartel, más bien vulgar, más bien comercial, más bien de turista de bateau-mouche o japonés de Las Ventas. Jubileo. Lo seguí porque la curiosidad siempre me ha dado la vida aunque primero me haya matado. Pasé por un corredor oscuro y bajé algunos escalones. Crucé un arco de piedra y al doblar una esquina volví a estar de nuevo dentro del templo. Por haber presenciado antes parte de la ceremonia intuí que había llegado en un buen momento.



Sin tiempo para reflexionar sobre ello un coro de voces invadió la Catedral. Enfrente de mi podía ver el rostro atento de los asistentes. Entre ellos y yo se erguía, solo y de espaldas a mí, el oficiante. Y aún entre él y yo, también de espaldas, Santiago. Lo había encontrado. Subí unos escalones y apoyé mi mano sobre su espalda. ?He llegado. Y estoy solo?. Doce monjes con hábito tiraban en ese momento de un cordelaje que sujetaba, desde una arandela colgada a 20 metros de altura, una urna de plata llena de incienso y brasas. El Botafumeiro.



A estas alturas no nos vamos a engañar, nada hay que ocultar. Soy creyente, sí, lo soy. Pero aún no siéndolo me hubiera emocionado como entonces. Hay algo mágico en ese lugar. Hay algo que nos dice que ese es el lugar con mayúsculas, que ese lugar está en nuestro interior y que a menudo nos olvidamos de él, ni lo buscamos, ni lo encontramos y preferimos zambullirnos en nuestra locura sin fin. No hay Dios más grande que el que llevamos dentro. No hay lugar más extenso ni más difícil de recorrer que nuestro interior. Pero sólo en él nos encontramos. Solo en él SOMOS. Tras eso, nada había que buscar; volví a mirar hacia todos los sitios y en todos me encontré.



Aeropuerto de Santiago, 17 de junio de 2004, Año Jubileo.



Nota:1/2 hora después de escribir esta reflexión, el vuelo de vuelta a casa se abortó justo antes de despegar de pista y tuve que cambiar de avión con un retraso total de 3 horas. Las alas del segundo avión temblaban como la hojarasca. ?Santiago, tendrás que reconocer que eres un cachondo, ¿o no??.

jueves, 10 de junio de 2004

Suyos

La idea de probar su tacto le pasó por la cabeza en cuanto los vio.

Al mirarlos moviéndose los soñó cirniendo su carne.

Bajando por ella.

Imaginó las cosas que podrían sugerirle sin pronunciar una palabra, sin tocarle.

Oyó sus propios gemidos temblando en su interior.

Se miró al espejo y se los pintó: ahora esos labios serían los suyos.



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Más poemas del concurso de relatos eróticos hipercortos de El Mundo.



miércoles, 9 de junio de 2004

La puta vida o la vida puta

Limpio sables y arreglo atascos. Sables grandes y lustrosos. Atascos de tubería estrecha. Escojo mis clientes y disfruto de mi trabajo. Descubrí el oficio tras años de practicarlo sin cobrar y por obligación. Ahora la mitad de mi cuerpo es de quita y pon. Lo vendo al precio que me da la gana y a algunos se lo regalo. Porque sí o porque lo merecen.



Mis clientes creen que saben lo que soy y lo que son. Sin embargo a la mayoría les resbala el semen por los labios cuando vienen a verme. El de su jefe. Y a mí solo me los mancha quien yo quiero. No tengo ni Dios, ni amo, ni señor. No tengo que conducir, ni lavarme la ropa, ni hacerme la comida. Salvo cuando yo quiero.



No tengo que mandar mi currículum a docenas para que se caguen encima. No tengo que meterme debajo de la mesa en cada entrevista de trabajo. Ya no tengo que abrir más las piernas gratis. Tengo una tranca que ya lo quisieran Alibabá y sus 40 ladrones. No hay cueva que se me resista. Tengo un culo que marea. Y ahora me corro.



No tengo peleas, no discuto y no tengo que mentir. Para putas los demás, que yo sí sé lo que es la vida. No me privo de nada y nada me falta.



No sueño, solo hago soñar. La vida solo es una pesadilla si no quieres despertar. La vida es una puta consciente.



miércoles, 26 de mayo de 2004

Sueño que despierto

Y espero a que despiertes.



Y me dices que estoy vacío, que me vaya

y vuelva lleno.



Y me preguntas si no traigo equipaje

y si soy un sueño.



Y te pregunto por mi.



Y me dices que sientes, no entiendes, te caes

y te quieres ir .



Y me dices que no, no, no y no.

y que te preste un sí.



Y te busco.



Y no estás, no hablas, no respondes,

y me pierdo.



Y me lees, sonríes,

estás ahí.



Y me río, te despierto, te sueño,

y sueño que despierto.



En ti.

viernes, 14 de mayo de 2004

En el país en el que yo vivo

En el país en el que yo vivo nada está prohibido. En el país en el que yo vivo no entendemos la palabra seguridad.



En el país en el que yo vivo cada día parecemos equivocarnos y sin embargo no existe el error. Donde yo vivo, perdemos los trenes porque queremos.



Allí no hay bien ni mal, ni bueno, ni feo, ni mejor. Donde yo vivo solo nos miramos a nosotros mismos y siempre nos decimos SI.



Por donde andamos no quedan pisadas y sin embargo todos vemos el camino. Por eso, donde yo vivo no hay manera de perderse.



Donde yo vivo las puertas no necesitan llaves para abrirse. Adónde vivo no tenemos nombre porque todos nos conocemos. Adónde vivo lloramos porque sí y hablamos solo cuando hay algo que decir.



En el país en el que vivo las flores suenan, los pájaros huelen, bebemos el aire y volamos en el agua.



En el país en el que yo vivo podemos morir a cada instante. Y resucitar al siguiente.



En el país en el que yo vivo nada es imposible.

Solo hay un país como el mío y está dentro de mi.

miércoles, 28 de abril de 2004

Terror

Debajo de mi casa están levantando un muro de ladrillo con alambres por seguridad. Ayer cuando llegué al andén del tren de cercanías, dos militares, con mochila, casco y fusil paseaban a lo largo de las vías. Junto a mí, mis futuros compañeros de vagón les miraban de reojo y leían sus labios por encima de su periódico. El otro día, cuando volvía de una boda en coche, una pareja de la Guardia Civil me paró para pedirme la documentación. Metralleta en mano preguntaron por mi teléfono móvil. Hoy, antes de entrar a la estación, he tenido que enseñar el contenido de mi bolsa de deporte a unos guardas de seguridad. En el tren, algunos viajeros se ladearon para dejarme pasar y fijaron su vista en mi mochila.



Me pregunto qué haremos todos cuando descubramos que el terror no está en nuestras manos sino en nuestras mentes, que el loco y el lobo no son los otros sino nosotros, que nuestra vida no vale un duro, que nuestra muerte acecha a nuestra vida en cada momento y en cada lugar y que no podremos prevenir lo que siempre hemos llevado dentro.

viernes, 23 de abril de 2004

Carta a Don Quijote

Donde andarás Hidalgo, que oyéndome llorar mediaste por mí y por tu falta de prudencia casi muero. Donde andará tu fuerza y tu vigor que de nada sirvieron ante mi amo, cobarde bravucón que látigo en mano prometió clemencia al ver tu lanza y tras perderte de vista no dudó en seguir mi castigo. Más me hubiera valido acallar tus palabras que ver en ellas esperanza. Ahora, en medio del campo estoy, libre pero descalzo. No sé si a otros le servirán tus ideas que yo de esto poco entiendo y sí de llagas y llantos. Amigo, no pidas más por mí y escucha a la sapiencia, que con tanto tino dice “zapatero a tus zapatos” y consigue para otros lo que para mí no hallaste.



Andrés, criado de Juan Haldudo .

jueves, 15 de abril de 2004

Las palomas

¿Se han fijado alguna vez en las palomas? Allá adonde vaya, o de donde venga, hay palomas.



Un día, cuando apenas contaba con 5 o 6 años, corría por un parque de París, muy cerca de Los Inválidos, un monumento a los ejércitos malheridos de Napoleón y una paloma me cagó en la cabeza. Sentí con sorpresa el impacto del excremento fresco. Me toqué la cabeza y observé mi mano manchada de su gelatina blanca y negra. La acerqué a mi nariz pero no olía a nada. Me fui a casa preguntándome cómo y porqué habría sucedido a la vez que me predisponía con algún argumento a recibir la bronca de mi madre.



Desde entonces siempre que veo palomas me acuerdo de aquel incidente. Muchas veces he visto que la gente les tira pedacitos de pan en los parques y las plazas. Las palomas se les cuelgan de los brazos y los hombros, los rodean y se pelean por el alimento. Otros, como mis primos los del pueblo, las cuentan cuando las ven pasar en lo alto del cielo y se las imaginan en el punto de mira, o en el puchero. Cuando eran más pequeños y venían a la ciudad salían corriendo detrás de ellas al verlas arremolinadas junto a las fuentes.



Una vez oí decir que las palomas de ciudad son como ratas con alas; se alimentan de desperdicios; se han vuelto omnívoras; y desarrollan y transmiten todo tipo de enfermedades. Sin embargo cerca de mi oficina he visto las palomas más gordas y sanas de todo Madrid. Habitan en los árboles que pueblan el parque de la Fuente del Berro y tienen un plumaje pardo, blanco y gris, diferente al plumaje de las palomas urbanas, cuyo abrigo es azulado, blanco y verdoso; su pico es blanco, no negro y sus patas rosadas, no rojas. En general tienen un tamaño considerablemente mayor que las palomas comunes y se encuentran en un número muy inferior.



A medio camino entre el aspecto de unas y otras situaría las palomas que veo desde la casa de mis padres. Son palomas con un tono urbano aunque algo más grandes. Pero lo más llamativo es que nunca van solas. Siempre van volando en bandada alrededor de mi casa, como si muy cerca de allí hubiera un palomar donde anidar y volver recurrentemente.



Adonde vivo ahora también hay palomas. Sin duda son las más sanas y gruesas que he visto últimamente. Anidan en la dehesa Real de Boadilla del Monte y las veo cruzando el cielo o paradas en los cables de telefonía al salir a trabajar por las mañanas. Le comenté a un amigo del pueblo que jamás había visto palomas tan gordas y majestuosas. Me respondió que eso, era porque en los campos de Boadilla estaba prohibido matarlas. Me pregunto cómo olerán sus excrementos, si también cagarán sobre la cabeza de los niños mientras corren por el parque y si aquí también las madres los regañan por ello al llegar a casa.

domingo, 4 de abril de 2004

Domingo de Ramos

Hoy es domingo de Ramos. Tal día como hoy, cuenta la Historia de nuestra Cultura, un nazareno nacido en Belén era aclamado en un templo como el hijo de un Dios llegado a la tierra para salvarnos a todos del pecado y el mal. Todos: los de antes, los de entonces, los de ahora y los de después. Su país era un país ocupado por unos y tiranizado por otros. Su pueblo era una multitud desesperada. Tres días más tarde el mismo pueblo que le había adorado lo clavó sobre unos maderos después de escupirle e insultarle hasta matarle.Su muerte transformó para siempre sus vidas y las nuestras. Las de todos. Nuestra Cultura nació en esos días. Y contamos los años como si hubieran empezado entonces. Como si nada hubiera existido antes. Como si nada importara antes.



Ayer, sabatth, día del Dios judío, Jehová, el Dios de aquel hombre y su pueblo, vi una película en la que se reviven aquellos días. Sus horas describen cómo los hombres de entonces matamos a ese hombre de entonces por pedir amor en el mundo de entonces, el de ahora. Al salir del cine tuve una llamada de Emmanuel, E' mma nuel, Dios está con nosotros en hebreo, te quiero. Era para informarme de que unos terroristas religiosos se habían inmolado destruyendo parte de un edificio, a unos kilómetros de la casa de sus padres, su casa hasta hace un mes.



Hace menos de un mes, esos mismos hombres hicieron volar varios vagones de tren matando 191 personas en nombre de Alá, grande y Misericordioso, su Dios, su salvación. Lo hicieron para que cesara una guerra de ocupación, nuestra ocupación. Sus territorios. Nuestro dinero. Sus muertos. Nuestros muertos. Casi a la misma hora, ese día, yo cogía un tren como ese para ir a un lugar al que iban esos trenes. Yo llegué. Ellos no.



Hace dos años, otros hombres como ellos estrellaron dos aviones contra dos grandes torres con 3.000 personas dentro. En nombre de Alá, el grande, el misericordioso, el Dios de los pobres de ahora, el Dios de los desesperados de ahora. Nosotros entonces. Ellos ahora.



Anoche al llegar a mi hotel pregunté, sentado en la barra del bar, por los terroristas inmolados una hora antes. No sabían nada y pidieron venganza. Les dije que eso no sería solución y hablaron de política. Les hablé de la desesperación y me gritaron. Callé. Cinco minutos después un hombre discutía a voces por no querer pagar una ginebra. Los camareros callaron. Al rato le expulsaron del bar. El hombre nos violentó con su lengua. Acabé de cenar para hacer la maleta.



Ahora estoy en un aeropuerto medio vacío. Afuera el cielo es azul y está despejado. Las azafatas se cuentan el suceso de ayer mientras desayunan. En sus ojos se mezcla la indiferencia y la preocupación. En mi casa me espera el amor. En todas partes la muerte me ronda.

sábado, 3 de abril de 2004

No tengo a menudo ocasiones

No tengo a menudo ocasiones para observar la barra de un bar de hotel una noche cualquiera, de un mes cualquiera en una ciudad cualquiera. Hoy he bajado de mi habitación para tomar unas cervezas y cenar algo después de buscar un cajero, una zapatería y algún lugar mejor donde estar que en un hotel del barrio de periferia en el que me ha tocado pasar unos días de agradable y apacible trabajo de feriante, mercader moderno, prostituta de traje y corbata con sueldo de limpiabotas.



Mientras buscaba el parecido entre una caricatura de grupo y los camareros y camareras del hotel llegó un habitual del lugar. Anunció la “arrivada” con el claxon de su moto, una de esos ingenios mecánicos con largos y brillantes manillares y asientos de cuero, Harley o primas de Harley. Davidson mi amor tatuado en el culo. Cuando se puso a mi lado no pude evitar echarle un vistazo. Camiseta de algodón, más parecida a la parte superior de un pijama que a una camiseta, pantalones vaqueros ajustados al reborde de un vientre saliente y peludo, ojo vista, barba rala, irregular, gris blanquecina, gorra de béisbol de promoción de supermercado de barrio obrero, y voz ronca. El camarero se negó a ponerle una copa con un claro “de eso no” y le sirvió una cerveza. Heineken, moi non plus.



A su izquierda, más allá de mi izquierda, se alineaban los personajes propios de una barra a las 9 de la noche en cualquier bar de cualquier sitio. Solteros o solitarios, conocidos entre sí y entre los camareros, que tomaban su respectiva caña, café, coñac o similar mientras fumaban su respectivo negro, rubio, rubiales o cancerígeno de la especie. Detrás de mí podía oírse el bullicio del salón donde una treintena de críos de 11 años se tiraban la comida a la cabeza, como cada noche desde que llegaron, ante la desesperada e impotente mirada de sus superiores, véase madres, amigas de madres, profesoras solteras y otros, véase camareros entrados en canas con pocas ganas de bromas pero de vuelta de vomitonas infantiles, griteríos y mamadas por 1.000 pesetas.



Mientras engullía mi último trozo de bocata de lomo con jamón y cebolla, cuyo nombre sería incapaz de repetir sin ayuda de un filólogo, el viejo de la Harley y el camarero más joven intercambiaban piropos y exproperios del tipo qué bien te veo y me follo a tu madre cada noche bastardo hijo de puta. Suena un móvil en el otro extremo de la barra. El viejo de la Harley se acerca y aunque no es su aparato lo coje y responde ante la mirada melancólica de los demás.



Justo detrás de mi un niño de 12 años con el peso de su hermana de 18 y su hermana de 18 con el peso de su madre de 40 se acaba el helado de vainilla en copa que le han servido hace unos 58 segundos, arriba o abajo, por el culo te la hinco. Nen.



En el periódico los políticos traicionan todo espíritu político blasfemando y flemando unos sobre otros. Pego un sorbo a un café demasiado caliente y aspiro una bocanada de humo. A mi derecha la camarera que ayer me sirvió el solomillo más grande y jugoso de mi vida pide 3 refrescos de limón para las mesas de los menús combinados, la de los gruístas que trabajan este mes a dos manzanas de allí construyendo unos pisos de protección oficial a pagar en 30 años, sálvese quien pueda, me cagüen en la puerta del banco al salir de casa cada mañana.



Hoy he salido 3 veces 3 en 3 teles 3 para contar porqué la empresa en la que trabajo hace lo que hace, por qué eso es tan bueno como yo digo aunque no lo sea y por qué las cosas van tan bien como yo quisiera que fueran para que me pagaran como creo que merezco aunque eso nunca suceda, válgame Dios, bendito salario, que no me llega ni al 15 de cada mes. Merde. Hoy he tenido más minutos de gloria de esos que dicen que representa la tele de los que esperaba mi abuelo cuando se reía porque estudiaba periodismo y no chupaba cámara. Ni poyas. Hoy he cenado solo rodeado de desconocidos en cuyos ojos intento encontrar un significado a lo que no suele tenerlo y no importe. Hoy estoy aquí y no allí. Y me acuerdo de muchas cosas. Y no tengo a quien contárselas. Este gin tonic está jodidamente bueno coño. Creo que voy a encenderme otro cigarrillo. Nobel.

martes, 16 de marzo de 2004

Llevo varios días buscándome en vano

Llevo varios días buscándome en vano. Siento que no estoy, que no sé por qué ni dónde ni cómo ni por qué. A veces pienso que despertaré y me encontraré y ya no estaré. Entonces no necesitaré saber dónde ni cómo ni por qué.



Mientras tanto miro a los que me rodean como si nunca los hubiera visto, como si nunca los fuera a volver a ver. Mientras tanto nada necesita una respuesta y nada lo es. Mientras tanto oigo cantar a las ranas a 10 metros de mi terraza anunciando la llegada de la primavera y mis lágrimas se mezclan con la sopa que me como sin ganas y miro la tele sin verla. Mientras tanto me levanto por las mañanas y me abrazo a un cuerpo, a un alma para sentir que estoy aquí y no en aquel vagón que explotó en mil pedazos la otra mañana. Mientras tanto me desvelo a media noche y apago la pesadilla por un momento, me levanto, meo y siento que no estoy soñando, y vuelvo a la cama rogando por no volver a soñar.



Si no despierto nunca es que sigo aquí. No me preguntéis ni dónde, ni cómo ni porqué. Yo tampoco lo sé. Ni yo, ni nadie. Y qué.

jueves, 26 de febrero de 2004

Un mal día

Desde que empezó el día supe que hasta que este acabara mi estómago le ganaría la partida a mi cabeza. Así es que no reparé en vomitar en cada esquina, mearme en cada árbol, escupir en cada vitrina e insultar a cada mosca que me importunara.



Que se cruzaba una lata vacía por el camino ... patada que te arreo, que si pudiera te mandaría a la luna soputa. Que alguien me miraba de reojo ... que te la estás jugando mamón, apártate de mi vista anda inconsciente. Que alguien me preguntaba un por qué ... pues porque me sale de los cojones, coño ya está bien de tanto joder.



Quiso el destino que una pobre desgraciada, alma desde luego harto desamparada por la divina providencia, cayera tan desafortunado día en mis manos. Pobre saco de mierda con patas. No hubo suficientes improperios para definirla. Toda la ira de Dios cayó sobre ella y en sus tumbas sus descendientes se removieron de espanto. Y que a gusto me quedé. Que la jodan. Seguro que hizo algo para merecerlo, aunque solo sea haberse dejado en casa la intuición que la vida da a toda persona que se digne de serlo al nacer. Pues no haberlo olvidado. A tomar por el culo.



Y tú que miras. Si de vez en cuando escribieras una sarta de verdades con pintas no irías por ahí pagándola con cualquiera, y menos aún con quien más quieres, que siempre es el primero en cobrar. Yo al menos me desahogo, o qué creías que era un puto ser pacífico como yo. La mierda siempre sale por algún lado, y siempre será mejor que solo se estampe contra un papel en blanco. Mejor que solo salpique la pantalla de un ordenador. Que luego esas manchas no se quitan hombre. Eso no se hace. Es de mal gusto.



Ahora puedo sentarme tranquilamente a deleitarme en la contemplación de mi mismo. Ahora puedo dormir y soñar que mañana será mejor día, que nadie me hará desearle la muerte, que nada alterará mi santa paciencia, que no tendré que pronunciar una palabra más alta que otra y que no desearé de nuevo no haber nacido para tener días como el que he tenido hoy. Por dios qué alivio.

lunes, 9 de febrero de 2004

La casa junto a la vía de tren

A unos cientos de metros de mi casa se levanta un edificio singular, intrigante, solitario. Por las mañanas cuando subo la calle que me lleva a la parada del autobús para ir a la oficina, veo el tejado del edificio recortándose en el cielo expectante y luminoso del amanecer; observo cómo se despuntan las argollas puntiagudas y blancas que adornan sus esquinas de ladrillo, y en lo alto las bolas que los rematan. A medida que camino veo despuntar su estructura y cuando llego a lo alto de la calle, antes de torcer hacia la derecha, puedo contemplarlo entero, fulgente por las primeras luces del día. Entre él y yo solo hay un pequeño parque lineal y una avenida. A su izquierda se levanta una capilla monumental, mucho más alta, compuesta de una capilla y una torre puntiaguda. Sobre el tejado de la capilla reposa la escultura blanca de un enorme ángel sentado. Por aquí se dice que el día del Juicio final ese ángel se levantará y tocará la trompeta que sujeta sobre sus rodillas para anunciar el Apocalipsis.



Había visto muchas veces esa casa de ladrillo, con su tejado a 6 aguas, su planta de cruz ajedrezada, y sus persianas batientes de madera, siempre cerradas. La había visto, y sin embargo no le había prestado atención. Sin embargo, desde hace unos días, siempre subo la misma calle para llegar hasta la parada del parque. En mi mente embotada una imagen me persigue. He buscado la imagen de una casa solitaria, blanca, con un tejado oscuro entre la maraña de Internet. Recordaba el nombre de Hopper, Edward, un americano que pintó sin piedad. En sus cuadros las líneas son oscuras y los contrastes fríos. En sus cuadros no hay vida y las personas son objetos. Objetos de nadie. No hay movimiento en sus imágenes. Pero son reales. Muy reales. Tan reales como ese edificio, una casa en la que deben habitar personas, aunque no se vean.



A unos metros, se levanta una enorme y larga verja negra, rematada con unos portones neorománticos monumentales. Detrás todo son pinos. Y tumbas. Detrás, se extiende La Almudena, el cementerio más poblado de Europa. Y guarda su puerta un edificio casi idéntico al retratado por Edward Hopper, “La casa junto a la vía de Tren”.



Nota: “La casa junto a la vía de tren” fue pintado por Edward Hopper en 1925. Puede verse expuesto en el Museo de Arte Moderno (MOMA) de Nueva York. Dicen las malas lenguas que Alfred Hitchcock se inspiró en él para crear la mansión de su obra maestra, “Psicosis”.

jueves, 15 de enero de 2004

El gesto

Esta mañana al salir a la calle, noté que algo había cambiado. Al abrir la puerta la sensación fue apenas perceptible, pero a cada paso se iba acrecentando. De pronto el cielo era más azul, y las ramas de los árboles, desnudadas por el frío enero, destacaban más que otros días. Al pasar por el parque, camino del autobús, oí con claridad el gorgojeo de una paloma llamando a su pareja. Mientras esperaba el 15 para subir hacia la oficina, observé, sorprendido que sobre el borde de la mampara, había crecido una mata de musgo verde, casi fosforescente. Y ya en el autobús, me di cuenta de que el niño que estaba a mi lado tenía las mismas cejas curvadas que la mujer que sujetaba su mano.



Después de meditar y volver sobre mí mismo recordé que hoy estrenaba gafas nuevas. Entonces decidí que siempre llevaría encima mis antiguas gafas para ponérmelas cuando el mundo se me antojara borroso, angustioso, frustrante, enervante, faccioso, soso o castrante. Al ponérmelas recordaría de nuevo que a menudo un pequeño gesto puede cambiarlo todo.

miércoles, 7 de enero de 2004

La parada

Miró hacia arriba, giró la cabeza para que no le deslumbrara el sol y pidió la aguja a su compañera. Apretó el puño. Lo abrió. Apretó la goma en lo alto del brazo y la sujetó con los dientes. Golpeó la piel para encontrar una vena hábil.



Sentado a su lado alguien estaba preparando otra dosis. Hacía frío. Estaban sentados en una loma de césped, entre pinos jóvenes. Más abajo nueve carriles de coches llenaban el aire de ruido hacia todas partes. Detrás la gente hacía la compra en el supermercado. Víspera de Reyes.



Cogió la aguja y la acercó a la parte interna del brazo izquierdo. Empujó levemente el émbolo y unas gotas calientes le salpicaron la mano. Acercó la aguja y la introdujo lentamente. Empujó el metal. Ahora los tres miraban lo mismo. A 20 metros de ahí y casi a la misma altura, sobre un puente de hormigón, una pareja que paseaba les observó distraídos. Se miraron. Bajaron la mirada. Siguieron su camino.



Levantó el émbolo y su sangre se mezcló en el cilindro de la jeringuilla. Volvió a empujar el émbolo. Observó la sustancia consumiéndose e invadiendo su cuerpo. Empujó otro poco. Otro poco. Otro. Poco. Nada.



Por un instante no hubo más ruido, ni más césped, ni puente, ni pareja, ni supermercado, ni droga, ni Reyes Magos, ni aguja, ni sol, ni sangre, ni nadie, ni nada. Después todo volvió a su sitio. De golpe. Había que salir corriendo de nuevo: sólo eso, correr. Hasta la siguiente parada.