jueves, 16 de septiembre de 2004

El despertar

Nadie supo explicar lo que había ocurrido. Nadie podía imaginar lo que ocurriría. El hecho es que al principio, en los primeros minutos, todo siguió su curso como si nada hubiera cambiado.

Cada cual inició su jornada como cada día, aún intuyendo que algo extraño estaba ocurriendo. Los más inquietos encendieron la radio, o la tele, consultaron Internet y llamaron por teléfono a sus más allegados. Poco a poco corría el rumor y al cabo de una hora todas las líneas estaban saturadas y la comunicación se había vuelto imposible. En sus puestos de trabajo todos estaban parados, inmovilizados.

En la otra mitad del planeta todos dormían, todavía ajenos a la nueva situación. Sus gobiernos, ellos sí, fueron alertados por los que ya habían despertado y se empezaban a reunir con carácter de urgencia. Pronto, también en el lado dormido sonaron los teléfonos hasta que sus líneas, a su vez se saturaron. Casi al mismo tiempo, las centrales eléctricas llegaron a su máxima potencia y empezó a fallar el suministro. Una tras otra las poblaciones de ambos hemisferios se quedaron sin luz eléctrica.

Las calles de las ciudades empezaron a llenarse de gentío. En las calzadas interminables hileras de coches esperaban, parados y con las puertas abiertas a que los semáforos se volvieran a encender. En el campo, unos salían de sus casas llenos de preguntas, y otros se paraban en cualquier sitio, asustados por la inconcebible respuesta que ofrecen siempre las evidencias. Al cabo de dos horas el mundo entero estaba despierto y se había convertido en un hormiguero palpitante, crispado y acongojado. Era necesaria una comunicación que, se intuía, no iba a llegar. Al cabo de tres horas los gobiernos del mundo, asesorados por sus comités científicos, confirmaban una noticia que por falta de suministro eléctrico no podían hacer llegar a sus pueblos: el Sol se había apagado.