martes, 10 de agosto de 2004

Solo mía

Yo llevaba varios días sospechando algo. Ella estaba inquieta, algo menos receptiva que de costumbre, algo malhumorada. No sé, cuando una relación es de confianza, estas cosas se notan. Así es que esa noche me mantuve despierto y me hice el dormido para ver si ocurría algo extraño. Cuando acababa de sonar la medianoche en el campanario la sentí moviéndose. Seguí escuchando atento para confirmar que se había despertado. Afuera los perros aullaban levemente, como cuando reconocen a alguien o esperan que les des de comer.



Bajé de la cama y abrí el armero. Saqué la repetidora y cargué tres cartuchos del 15 casi sin hacer ruido. Cogí una linterna de mano. Nunca cierro con llave, en el pueblo no hace falta, así es que entorné el puño de la puerta despacio, muy despacio y la abrí con mucho cuidado.



Crucé el patio de puntillas hacia el establo. De espaldas a la pared y con la escopeta empuñada y cruzada fui acercándome a la puerta de madera. Es una puerta de dos cuerpos. El de abajo estaba cerrado. El otro me permitía ver el interior. Oí unos jadeos, al principio casi imperceptibles, pero crecientes por momentos, irregulares, rítmicos de pronto. Sin duda era un hombre. El pecho me empezó a bombear. Apenas había luna y no distinguía las formas. Me crucé algo más para asomar la cabeza y entonces los vi. El corazón se me partió en dos. No podía creerlo. Enrique, el de la Hortensia de Cuco, el hijo del panadero, estaba ahí, de pie, con los pantalones bajados. Delante de él, ella, se dejaba hacer. Entonces lo entendí todo, sus desaires, su mala cara, su falta de apetito. Me llené de ira, las venas se me hincharon. Me puse la escopeta al hombro y sujeté la linterna con la mano izquierda, junto al cañón. Encendí la linterna. ?Bastardo, hijo de puta? le dije, ?hacerme esto a mí?, y le descerrajé los dos cartuchos y el de la recámara. Entiéndalo señor Juez, me llevó la furia, no pude soportar la imagen. Nadie tiene derecho a hacerme eso. Esa mula es mía, mía y solo mía.