viernes, 12 de diciembre de 2003

Nada que decidir (12/12/2003)



Ese día cuando despertó cayó en la cuenta de que no tendría que preocuparse por hacerse el desayuno. Estaba hecho. Tampoco tendría que decidir qué ropa ponerse. No tendría que comprar la comida, ni hacerla, ni fregar los platos. Ese día no tendría que preocuparse más de cómo pagar el alquiler del piso. Ni dónde ir. Ni en qué trabajar, ni pensar de dónde sacar dinero. Ese día no habría nada que decidir. Ni ese, ni al otro, ni al siguiente, ni en muchos días más.



Así, de este modo, mientras miraba al cielo a través de los barrotes, había entendido por primera vez qué quería decir la palabra libertad.



Javier López Recio

miércoles, 10 de diciembre de 2003

Carta a los Reyes Magos



Queridos Magos (Reyes),



Este año, por favor, devolvednos de una vez a Dios.



Y este año, por favor, no nos valen excusas del tipo “se esconde en Afganistán, o en Bagdad, o en Tumbuctú”. Ya está bien, después de 2004 años, podríais soltarlo ya.



¿O es que váis a creer que nos hemos tragado la bola esa de Jesucristo? Por favor, si era un pobre hombre que no se movía por no matar los ácaros que le rodeaban, no hacía mas que dar pan y recibir hostias y encima acabó clavado en un madero, labrado por él mismo a los 33 años ¡Y virgen! Eso no se hace.



¿Dónde está ese Dios del que hablan las escrituras que nos liberaía del mal? ¿Dónde escondéis a ese espíritu que nos infundiría fuerza para amar siempre y sin límites, para no ser egoístas, para no ser desconfiados? ¿Dónde están sus palabras, que nos iban a convertir en niños, dichosos para siempre en nuestra inocencia? ¿Qué habéis hecho con él,desgraciados?



No queremos más turrones que nos rompen los dientes, ni queremos más cenas indigestas, ni queremos ver más niños hambrientos en la televisión. No queremos más Navidades en las que tener que recordar lo que pudo ser y no ha sido.



No os queremos, señores, queridos, estimadísimos Reyes Magos, jodidos embusteros. Queremos el mundo nuevo que se nos prometió. Queremos un poco de paz, coño, no era tan difícil dejar a Dios en su cuna y no cambiarlo por un infeliz.



Así es que por favor, Melchor, Gaspar y Baltasar, abdiquen este año y dejen reinar a Dios. Dejad que reine el amor.



Javier López Recio

martes, 18 de noviembre de 2003

La muela



Cuando oyó abrirse la puerta creyó resucitar. “Pase doctor” dijo su mujer.



Al entrar, el practicante no levantó apenas la cabeza. Estaba acostumbrado a estos lances, y ya era insensible al dolor, por más atroz que fuera. Levantó su pesada bolsa de piel y la puso sobre la mesa que presidía la habitación, salón, cocina y dormitorio, la mesa de la casa. Afuera sonaba el bullicio del mercado, que ocupaba ese día la plaza, a apenas dos casas de allí. Por eso estaba el médico allí, en una casa; no se hubiera desplazado solo por un paciente. Los días de mercado sin embargo, se hacían perras por doquier, hasta de donde no las hubiera. Por eso.



Era un día oscuro y era una casa oscura. Un candil iluminaba la escena. El docto sacó unos fardos de pesadas herramientas envueltas en piel. Las posó sobre la mesa y desatando la cuerda los desenvolvió haciéndolos sonar ruidosamente. A su espalda el doliente se sujetaba la mandíbula. Ya no tenía cara, solo quedaba espanto. Hubiera dado una mano por acabar con el dolor. Durante días y noches, había sido un punzón que le horadaba la cabeza y le encogía el estómago, poseyéndole, pudiéndole. Temblando intentó sentarse sobre la cama en la que aún yacía. En su mano apretaba un pañuelo. Con la otra empuñaba un paño húmedo, que se acercaba al pómulo para intentar, en vano, recuperarlo para dormirlo.



El médico se dio la vuelta y de pie observó al enfermo. A un lado, la mujer de este se apoyó en la mesa mirándolos. “Veamos” dijo. Y vio. Vio unos ojos hundidos, suplicantes, rendidos; vio a alguien que le miraba desde abajo. “Abra la boca”. Acercó el candil y miró adentro fugazmente. Se llevó un pañuelo a la nariz para acercarse más. 30 años de boca le saludaron. Apestosos. Con todo, se dijo, era una buena dentadura. Hizo una pequeña mueca. “Tienes buenas piezas, hombre, algunos se han librado de morir de hambre vendiendo dientes peores”. “Tenemos hambre, replicó la mujer, pero seguiremos comiendo con los dientes que nos quedan, que el que no tenga se haga con alguien que le mastique lo que ha de comer, que no será con lo nuestro. Y cuando hayamos muerto, nos enterrarán con los que nos queden. Mientras, haga lo que ha venido a hacer y lo que quiera comprar búsquelo fuera”. “Haya paz” murmuró el convaleciente, “haga el favor de Dios y arránqueme lo que me está matando, que le pagaremos para que compre cuantos dientes quiera. Pero no espere más”.



El médico le hizo sentar sobre una silla. Sacó una botella de aguardiente y una copita de barro. Sirvió. Bebió. Volvió a servir y dio al enfermo. Ambos estaban fuertes. Más ampuloso el verdugo. De constitución fuerte el burel. “Usted agárrese a la silla. Usted, sujétele la frente por detrás, con la manos entrelazadas”. La mujer obedeció y le sujetó desde atrás. “Abra la boca”. Cerró los ojos y abrió la boca. El médico acercó unas pinzas y tocó una vez para observar el rostro del desgraciado. El otro se estremeció. Volvió a meter las pinzas, agarró fuerte y tiró con todas sus fuerzas. No pudo sacarla de golpe y el esfuerzo duró varios segundos. Los ojos del paciente se abrieron de golpe. Nunca parecieron tan grandes sus órbitas. Nunca vieron tan poco lo que había ante ellos estando tan abiertos. Nunca su garganta gritó tanto sin emitir sonido. Nunca su cuerpo en tensión se desgastó tanto sin moverse. Nunca su mujer sufrió tanto sin recibir golpe. Nunca una silla tuvo tantos brazos, y voces, oídos y piernas como en ese momento.



Al sacar las pinzas el doctor observó su presa. Gorda y sanguinolenta. Se dio la vuelta, ausente al vacío que había dejado y la recogió en un pañuelo. Detrás de él, un manojo de huesos y músculos se retorcía en el suelo, sujetándose aún la mandíbula, los ojos rojos y acuados; la cara de un niño al que acaban de apalear.



“Por qué quiso Dios que tuviéramos dientes, si se iban a caer. Por qué quiso que amáramos, que comiéramos y que soñáramos” pensó. Y sin embargo, sabía que no hubiera soportado lo contrario. “Tome lo que le debemos” dijo la mujer, poniendo en manos del médico unas monedas, diríanse de plata, digamos plateadas. “Buenos días” les espetó mientras recogía a toda prisa su bolso. Y al golpear la puerta, el diablo se echó sobre la cama. Y como un ángel se durmió.



Javier López Recio

martes, 11 de noviembre de 2003

Fiebre



Mi trabajo está bien. Tengo todo el día para pensar palabras. Palabras que enamoren. Enamorar de cosas.



Algunos días me aburro soberanamente. Entonces me salen las mejores palabras: palabras locas, palabras sueltas, insultos, recuerdos, deseos, obviedades, payasadas, alegrías, sonrisas y pedradas. Cuando no sé qué decir pregunto a los demás y los demás me miran y sueltan todas las barbaridades que les pasan por la cabeza. Entonces les escucho y veo su interior: los veo planos o inflados, grandes o enanos, llenos o vacíos. Y cada día les veo distintos, aún viéndoles igual.



Los mejores momentos para crear palabras son los que da la fiebre. El otro día tuve un acceso que me puso al borde de los 40, sin termómetro. Estaba a punto de caerme de la silla pero las ideas me mantenían atado a la pantalla del ordenador. Las vomitaba por miles y manchaban mis correos, mis documentos, mis chats, todo.



Hay una cosa mejor que dejar de sentir fiebre y es sentir la locura inicial de la fiebre. En realidad ese es el momento. El resto del tiempo, es decir después, se intenta expulsar, pero entonces se vuelve insoportable. Debe ser que la fiebre es como Dios, no se puede expulsar a Dios. Si le expulsas te haces daño, te torturas.



Justo al revés que la orina. Ahora mismo estoy reteniendo la orina. Y me hace daño. Cuando la expulse me hará bien. Sin embargo solo por el placer de soltarla merece la pena retenerla. Sí, igual que la eyaculación. Eso es. Hoy tengo unos análisis médicos. A partir de las 12 no puedo comer, ni beber, ni orinar, ni cagar. Ni eyacular, le digo yo a todo el mundo. Y se ríen. Pues no sé por qué se ríen porque no hay tanta diferencia. Debe ser que ellos no han tenido nunca fiebre.



Javier López Recio

miércoles, 29 de octubre de 2003

Volar (29/10/2003)



Pasó como una exhalación, rompiendo en pedazos mi descanso. Intenté olvidarlo. Cuando empezaba a recuperarme volvió a pasar, lo oí muy cerca, rozándome. Sacudí la sábana por encima del hombro, y abrí los ojos instintivamente. Maldita sea. Ahí estaba yo, acurrucado en mi cama, encogido de frío, intentando explicarme cómo era posible compartir habitación con un mosquito en pleno otoño. Era consciente de que no quedarían más de dos horas para que sonara el despertador y empezaba a sentir picores en la oreja, bajo la barbilla, en el codo y ¡¡¡Zooooooom!!! otra pasada en picado de mi querido Okupa alado ...



Son las 3. Sentado en un restaurante observo perplejo la sopa de cocido que me acaban de servir. Ahí, en medio de las burbujas de grasa, un primo lejano de mi amigo el mosquito se debate entre la vida y la muerte y sacude enervado sus fibrosas patas. Llamo al camarero. Le digo manteniendo la calma que por favor se lleve la sopa. Mientras me traen el café leo atentamente el periódico. Esta noche, echarán “La costa de los mosquitos” en la 2. Vaya.



Las 5. Afuera llueve. Me meo. Me levanto y me dirijo al baño de la oficina. Al acabar voy a lavarme las manos y levanto los ojos para peinarme. La mano se me congela. El corazón se me sale por la boca. Me toco la barbilla, intento cerrar los ojos para eliminar la visión que acabo de tener: tengo la cabeza de un mosquito.



Abrí los ojos. Seguía lloviendo ahí afuera. Miré el reloj. Eran las 7 de la mañana y ya no se oía ningún zumbido. Hoy, por fin iba a empezar a trabajar. Era mi primera experiencia. En Iberia.



Javier López Recio

martes, 30 de septiembre de 2003

Otoño



Un coche, dos coches, tres coches, 12 kilómetros de coches. 11 de la mañana, Madrid gran capital del reino, Santiago y España, 30 de septiembre de 2003, ha llegado el otoño. Llueve. No para de llover. En sus coches, 671.378 oficinistas, ingenieros, académicos, consultores, banqueros, secretarias, contables, transportistas, fontaneros, chapistas, impresores, pintores, albañiles y directores de publicidad se agarran a sus volantes a 12 kilómetros por hora y maldicen el cielo, mientras pisan una y otra vez el freno para no chocar contra el coche de enfrente.



En los patios de las casas, alrededor de una oficina, han salido los caracoles a miles. Los hay de todos los tamaños, gigantes, minúsculos, ni chicha ni limoná, fresquitos todos, con sus antenas tintineantes apuntando con deleite al cielo.



A 200 kilómetros de Madrid, en los Montes de Toledo, un macho de 14 puntas levanta el cuello instintivamente. La naturaleza hincha sus pulmones y clama al cielo. En 3 kilómetros a la redonda, los árboles mojados se convierten en duchas naturales. Cada bramido es una sacudida. Cada hoja es una campana en la que resuena su berrea. Bajo el techo vegetal las hembras levantan el morro del suelo y miran hacia el Norte. Se acerca otro Rey. Ha llegado el otoño.



Javier López Recio

lunes, 28 de julio de 2003

Ver el mar (28/07/2003)



Esa noche no durmió. Y por la mañana estaba aún más despierta que nunca. Ese día, por primera vez, iría sin sus padres al mar. No iría sola, la llevarían los cuidadores del centro, pero ellos eran más amigos y menos padres. Luego también iban los demás, pero los demás no le importaban demasiado; con sus gritos no le dejaban oír el mar.



Salieron del centro a las 8.00 de la mañana. Acababa de llover. Por un momento, al inspirar, creyó sentir el mar en la humedad del pavimento. Se rió, sabía que no lo era todavía, pero le divertía pensar que lo fuera, y que cada vez que saliera por esa puerta volvería a oler el mar.



“Hola” –dijo al subir al autocar. Miró al conductor. “¿Sabes una cosa?” le dijo “Hoy voy a ver el mar” y esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Se sentó y miró por el cristal. Vio a un hombre paseando a un perro y los amó. Vio a unos niños cargando con sus mochilas hacia el colegio y los amó. En todas partes vio el mar, y lo amó.



Para Tati, Javier López Recio

La última casa



Ayer fui a comer a casa de mis padres. Después de un año sin vivir con ellos me he dado cuenta de que les entiendo mejor. Quizás porque ahora tenemos cosas que decirnos; yo les cuento lo que hago y ellos me cuentan lo que sucede a su alrededor. Por ejemplo, esta semana la noticia ha sido el descampado que hay enfrente de su/nuestro bloque.



Al llegar al portal me encontré con Juan, el del taller mecánico. “¿Has visto? Ya han tirado la última” me dijo, mientras señalaba el descampado con el mentón. Enfrente, un montón de cascotes señalaban el lugar donde había estado hasta ese día la última casa “baja” del barrio. Hace 17 años, cuando llegamos a este barrio, había unas 20 o 30 casas bajas frente a nuestro bloque. A lo lejos se extendían docenas y docenas de ellas habitadas por payos y gitanos, conformando casi un pequeño poblado con su vida propia.



Cuando fui a coger el ascensor, María, la del segundo, estaba mirando las cartas de su buzón. “Hola ¿subes?” le dije. “Si, si” respondió y añadió “Has visto, ya han tirado la última”. “Si –respondí- ahora pondrán bloques”. “Si, y el polvo que van a levantar ... voy a tener la casa sucia todos los días” dijo. Bajó en su planta y seguí hasta el Cuarto.



Al entrar a casa di los buenos días a mi madre. Estaba sola y me esperaba para comer, como todos los jueves. “Has visto, han tirado la última casa” me dijo. “Si”, respondí. Intrigado ante tanta expectación fui al comedor para asomarme desde el balcón. Abajo, volví a ver los cascotes. Detrás de ellos se había hecho un gran montón de tierra y todo alrededor no quedaban más que algunos árboles solitarios; una higuera allí, un platanero allá.



Por un momento me acordé de las casas que había en ese lugar y pensé en las familias que las habitaban. Después intenté imaginar cómo iban a ser los bloques, cuántos habría y qué gente viviría en ellos. No lo conseguí. Por un momento me di cuenta de que nunca más volvería a tener la misma vista desde esa ventana y volví a mirar los cascotes para acordarme siempre de ese día, el día en que habían tirado la última casa, justo enfrente de la mía, la de mis padres, en la que yo ya no vivía.





Javier López Recio
El sofá



Anoche cuando volvía a su casa se encontró con un sofá usado en medio de la acera. Pensó que vendría muy bien para el cuarto en que vivían. Sudaba mientras lo arrastraba cuesta arriba hasta llegar al piso, a apenas una cuadra.



Cuando los niños bajaron corriendo y saltando sobre el sofá le gritaron “papá, papá, mira papá”, dos lágrimas como olivas empaparon sus pupilas. Se recogió el pelo grasiento, negro y rebelde y sus brazos de indiano izaron un lado del mueble para subir las cinco plantas que le separaban del descanso.



Cuando lo posó al fondo de la habitación vio que no encajaría entre las paredes. Apartó los colchones que invadían el suelo y los puso de pie sobre una de las paredes laterales. Un trozo de pintura se desprendió y cayó al suelo. Se sentó sobre el sofá. A su lado su mujer se sentó junto a él arrodillada y le abrazó. Sonreían mientras los niños volvían a sus juegos. Pronto se acostarían, sin cenar. Esta vez por olvido.



A una manzana de allí un matrimonio discutía sobre el color de la funda para su nuevo sofá.



Javier López Recio

viernes, 11 de julio de 2003

Al levantarme



Esta mañana al levantarme sentí que algo no andaba bien. Al bajar los pies de la cama al suelo topé con un vaso de agua que había dejado ahí la noche anterior. El vaso se volcó y con él su contenido. “Buenos días, son las ocho de la mañana” pensé. Fui a la cocina a por una bayeta y recogí el vertido accidental. Me imaginé que andaba por alguna costa desventurada llena de petróleo y llené el trapo amarillo de chapapote líquido y transparente.



Al abrir el frigorífico caí en la cuenta de que me había quedado sin leche para desayunar y no había vuelto a comprar. Tampoco había zumo. No pude evitar sonreírme. Cogí un vaso del armario y lo llené de agua. Medio del frigo y medio del grifo. Me senté. Pensé en qué haría en mi primer día de parado después de 15 años trabajando en la misma empresa. Afuera los primeros vencejos del año cruzaban el aire a toda velocidad y dejaban tras de ellos su aguda estela mientras atrapaban los insectos más madrugadores de la ciudad. Perdí la mirada sobre los valdosines de la cocina y sonreí.



Decidí que escucharía el sonido de los vencejos volando un poquito más mientras jugaba con el agua en mi boca. Decidí que buscaría una nueva vida a la vuelta de cada esquina. Y decidí que nunca más bajaría los pies de la cama solo por costumbre esperando encontrar siempre el suelo.



Javier López Recio
Primer Blog

Desde hace años, he creí­do que la Red era un medio excepcional para la comunicación. Ahora, me animo a probar una nueva opción comunicativa para entender y aprovechar sus posibilidades. Espero encontrar en ella un medio más para la expresión y una forma más de dar.



Javier López Recio (Aldeanueva de San Bartolomé, Toledo)