martes, 18 de noviembre de 2003

La muela



Cuando oyó abrirse la puerta creyó resucitar. “Pase doctor” dijo su mujer.



Al entrar, el practicante no levantó apenas la cabeza. Estaba acostumbrado a estos lances, y ya era insensible al dolor, por más atroz que fuera. Levantó su pesada bolsa de piel y la puso sobre la mesa que presidía la habitación, salón, cocina y dormitorio, la mesa de la casa. Afuera sonaba el bullicio del mercado, que ocupaba ese día la plaza, a apenas dos casas de allí. Por eso estaba el médico allí, en una casa; no se hubiera desplazado solo por un paciente. Los días de mercado sin embargo, se hacían perras por doquier, hasta de donde no las hubiera. Por eso.



Era un día oscuro y era una casa oscura. Un candil iluminaba la escena. El docto sacó unos fardos de pesadas herramientas envueltas en piel. Las posó sobre la mesa y desatando la cuerda los desenvolvió haciéndolos sonar ruidosamente. A su espalda el doliente se sujetaba la mandíbula. Ya no tenía cara, solo quedaba espanto. Hubiera dado una mano por acabar con el dolor. Durante días y noches, había sido un punzón que le horadaba la cabeza y le encogía el estómago, poseyéndole, pudiéndole. Temblando intentó sentarse sobre la cama en la que aún yacía. En su mano apretaba un pañuelo. Con la otra empuñaba un paño húmedo, que se acercaba al pómulo para intentar, en vano, recuperarlo para dormirlo.



El médico se dio la vuelta y de pie observó al enfermo. A un lado, la mujer de este se apoyó en la mesa mirándolos. “Veamos” dijo. Y vio. Vio unos ojos hundidos, suplicantes, rendidos; vio a alguien que le miraba desde abajo. “Abra la boca”. Acercó el candil y miró adentro fugazmente. Se llevó un pañuelo a la nariz para acercarse más. 30 años de boca le saludaron. Apestosos. Con todo, se dijo, era una buena dentadura. Hizo una pequeña mueca. “Tienes buenas piezas, hombre, algunos se han librado de morir de hambre vendiendo dientes peores”. “Tenemos hambre, replicó la mujer, pero seguiremos comiendo con los dientes que nos quedan, que el que no tenga se haga con alguien que le mastique lo que ha de comer, que no será con lo nuestro. Y cuando hayamos muerto, nos enterrarán con los que nos queden. Mientras, haga lo que ha venido a hacer y lo que quiera comprar búsquelo fuera”. “Haya paz” murmuró el convaleciente, “haga el favor de Dios y arránqueme lo que me está matando, que le pagaremos para que compre cuantos dientes quiera. Pero no espere más”.



El médico le hizo sentar sobre una silla. Sacó una botella de aguardiente y una copita de barro. Sirvió. Bebió. Volvió a servir y dio al enfermo. Ambos estaban fuertes. Más ampuloso el verdugo. De constitución fuerte el burel. “Usted agárrese a la silla. Usted, sujétele la frente por detrás, con la manos entrelazadas”. La mujer obedeció y le sujetó desde atrás. “Abra la boca”. Cerró los ojos y abrió la boca. El médico acercó unas pinzas y tocó una vez para observar el rostro del desgraciado. El otro se estremeció. Volvió a meter las pinzas, agarró fuerte y tiró con todas sus fuerzas. No pudo sacarla de golpe y el esfuerzo duró varios segundos. Los ojos del paciente se abrieron de golpe. Nunca parecieron tan grandes sus órbitas. Nunca vieron tan poco lo que había ante ellos estando tan abiertos. Nunca su garganta gritó tanto sin emitir sonido. Nunca su cuerpo en tensión se desgastó tanto sin moverse. Nunca su mujer sufrió tanto sin recibir golpe. Nunca una silla tuvo tantos brazos, y voces, oídos y piernas como en ese momento.



Al sacar las pinzas el doctor observó su presa. Gorda y sanguinolenta. Se dio la vuelta, ausente al vacío que había dejado y la recogió en un pañuelo. Detrás de él, un manojo de huesos y músculos se retorcía en el suelo, sujetándose aún la mandíbula, los ojos rojos y acuados; la cara de un niño al que acaban de apalear.



“Por qué quiso Dios que tuviéramos dientes, si se iban a caer. Por qué quiso que amáramos, que comiéramos y que soñáramos” pensó. Y sin embargo, sabía que no hubiera soportado lo contrario. “Tome lo que le debemos” dijo la mujer, poniendo en manos del médico unas monedas, diríanse de plata, digamos plateadas. “Buenos días” les espetó mientras recogía a toda prisa su bolso. Y al golpear la puerta, el diablo se echó sobre la cama. Y como un ángel se durmió.



Javier López Recio

martes, 11 de noviembre de 2003

Fiebre



Mi trabajo está bien. Tengo todo el día para pensar palabras. Palabras que enamoren. Enamorar de cosas.



Algunos días me aburro soberanamente. Entonces me salen las mejores palabras: palabras locas, palabras sueltas, insultos, recuerdos, deseos, obviedades, payasadas, alegrías, sonrisas y pedradas. Cuando no sé qué decir pregunto a los demás y los demás me miran y sueltan todas las barbaridades que les pasan por la cabeza. Entonces les escucho y veo su interior: los veo planos o inflados, grandes o enanos, llenos o vacíos. Y cada día les veo distintos, aún viéndoles igual.



Los mejores momentos para crear palabras son los que da la fiebre. El otro día tuve un acceso que me puso al borde de los 40, sin termómetro. Estaba a punto de caerme de la silla pero las ideas me mantenían atado a la pantalla del ordenador. Las vomitaba por miles y manchaban mis correos, mis documentos, mis chats, todo.



Hay una cosa mejor que dejar de sentir fiebre y es sentir la locura inicial de la fiebre. En realidad ese es el momento. El resto del tiempo, es decir después, se intenta expulsar, pero entonces se vuelve insoportable. Debe ser que la fiebre es como Dios, no se puede expulsar a Dios. Si le expulsas te haces daño, te torturas.



Justo al revés que la orina. Ahora mismo estoy reteniendo la orina. Y me hace daño. Cuando la expulse me hará bien. Sin embargo solo por el placer de soltarla merece la pena retenerla. Sí, igual que la eyaculación. Eso es. Hoy tengo unos análisis médicos. A partir de las 12 no puedo comer, ni beber, ni orinar, ni cagar. Ni eyacular, le digo yo a todo el mundo. Y se ríen. Pues no sé por qué se ríen porque no hay tanta diferencia. Debe ser que ellos no han tenido nunca fiebre.



Javier López Recio