viernes, 18 de junio de 2004

SANTIAGO

Hay lugares donde nunca nada es convencional. Sea por su gente, o sus olores, por lo que ocurre en ellos o por lo que ha ocurrido. Me di cuenta de eso en cuanto llegué a Santiago de Compostela.



Para empezar subí en un taxi que me llevó del aeropuerto al hotel a velocidad de rallye. El conductor tenía al menos 12 tics, no paraba de hablar y no dejaba de lamentarse de su situación, la de su sector y la de su ciudad ?¿Mentiendes??. En 10 minutos tuve tiempo para confirmar todos mis prejuicios sobre los taxistas, los gallegos y cómo no, los cocainómanos.



Después de soltar el equipaje me senté a comer. Pedí un filete de ternera pensando que tendría suficiente para pasar el mediodía tardío que marcaba las 4 de la tarde. Cuando ví 1/4 de vaca sobre mi plato me sentí como un extraterrestre. Obviamente me lo zampé y di gracias a Dios por no haber muerto antes ni en el avión, ni en el taxi. Definitivamente y antes de empezar pude confirmar que la influencia del Apóstol Santiago sobre la ciudad era indiscutible.



Ocurrió que mi estancia en la ciudad del Peregrino se debía a trabajo. Representaba a mi empresa en una feria sectorial. O más bien circo de monos con traje y corbata. Cuando llegué al ferial, nada ni nadie estaba donde tenía que estar. Lo que entonces no sabía es que eso no mejoraría sino que se contagiaría a los propios participantes, que inoculados por el caos circundante acabarían por perder los papeles uno trás otro. Lo que siguió a esto en los dos siguientes días no merece mas que una recomendación: visitar la sección de cuadros de Dalí reunidos en el Museo de Arte Contemporáneo Reina Sofía de Madrid; siempre es mejor seguir creyendo que el Surrealismo existe sólo en los cuadros y no fuera de ellos.



Pero de nuevo y para hacer aún más extraordinaria Santiago, mi compañero de camino, él, estaba ahí. En mi primer contacto con la ciudad, en la tarde siguiente a los primeros fastos, encontré una Catedral cuyos techos tocan el cielo y cuyos aledaños están poblados de tascas, bares, restaurantes, tuburios, pastelerías, licorerías, librerías, malabaristas, turistas, gaiteros, pedigüeños, hippies, turistas, monjas con prisa, curas tranquilos, peregrinos, ?imsersos?, niños en grupo, más monjas, estudiantes, taxistas, policías, ?erasmus?, más monjitas y en medio de todos, Santiago. De nuevo, Santiago.



Era tarde y no vi el momento para ir a ver al Apóstol en el interior de sus muros. Dejé pronto de mirar para dedicarme al sano ejercicio de beberme una cerveza de dos tragos y sentarme a cenar. Productos de la tierra. También tocados por la mano de Dios. No cabe duda.



Al día siguiente, que yo esperaba más tranquilo, Santiago decidió abrirme las puertas del Averno para verlo de cerca. Dicen algunos, pintan más bien, que el infierno es un lugar donde el mal se manifiesta sólo en la confusión permanente. El loco, perdido en su locura, y consciente de ello, se busca eternamente sin encontrarse nunca. Una y otra vez hace de nuevo el camino sin verlo, sin encontrar el final, sin llegar nunca al lugar donde le espera la paz del encuentro. La verdadera locura es un desencuentro sin solución.Visto lo que estaba ocurriendo no pude más que pensar que sería voluntad del Apóstol y agarrado a mi bastón moral recorrí sus caminos hasta el final.

Lo que sucedió después no era más que el cumplimiento de los designios, los que uno ve y uno escucha; los que el Apóstol da a quien los quiere recibir. Tras cerrar detrás de mí las puertas del mismísimo infierno y dejar encerrados en él a los pobres diablos que en él erraban, me dirijí raudo y veloz a abrazar a Santiago.



Esperaba encontrármelo en la puerta de su casa para darme la bienvenida. Y de algún modo así lo encontré, aún sin saberlo. Se oficiaba misa de 6. El templo estaba lleno pero en silencio. La voz del orador resonaba rotunda. Sus palabras hablaban del hombre y la mujer, del niño y el anciano. Sus palabras hablaban de mi y de ti. Parado detrás del público contemplé los arcos y columnas de la Catedral. Empecé a caminar tranquilo por sus naves. Admiré la capacidad de contemplación de los presentes, sus ojos, encontrándose, con él, conmigo, con ellos.



Sin embargo, entre todos, aún no habia encontrado a quién buscaba. De modo que decidí salir de nuevo. Rodeé los extramuros de la Catedral y donde menos esperaba encontré una puerta con un cartel, más bien vulgar, más bien comercial, más bien de turista de bateau-mouche o japonés de Las Ventas. Jubileo. Lo seguí porque la curiosidad siempre me ha dado la vida aunque primero me haya matado. Pasé por un corredor oscuro y bajé algunos escalones. Crucé un arco de piedra y al doblar una esquina volví a estar de nuevo dentro del templo. Por haber presenciado antes parte de la ceremonia intuí que había llegado en un buen momento.



Sin tiempo para reflexionar sobre ello un coro de voces invadió la Catedral. Enfrente de mi podía ver el rostro atento de los asistentes. Entre ellos y yo se erguía, solo y de espaldas a mí, el oficiante. Y aún entre él y yo, también de espaldas, Santiago. Lo había encontrado. Subí unos escalones y apoyé mi mano sobre su espalda. ?He llegado. Y estoy solo?. Doce monjes con hábito tiraban en ese momento de un cordelaje que sujetaba, desde una arandela colgada a 20 metros de altura, una urna de plata llena de incienso y brasas. El Botafumeiro.



A estas alturas no nos vamos a engañar, nada hay que ocultar. Soy creyente, sí, lo soy. Pero aún no siéndolo me hubiera emocionado como entonces. Hay algo mágico en ese lugar. Hay algo que nos dice que ese es el lugar con mayúsculas, que ese lugar está en nuestro interior y que a menudo nos olvidamos de él, ni lo buscamos, ni lo encontramos y preferimos zambullirnos en nuestra locura sin fin. No hay Dios más grande que el que llevamos dentro. No hay lugar más extenso ni más difícil de recorrer que nuestro interior. Pero sólo en él nos encontramos. Solo en él SOMOS. Tras eso, nada había que buscar; volví a mirar hacia todos los sitios y en todos me encontré.



Aeropuerto de Santiago, 17 de junio de 2004, Año Jubileo.



Nota:1/2 hora después de escribir esta reflexión, el vuelo de vuelta a casa se abortó justo antes de despegar de pista y tuve que cambiar de avión con un retraso total de 3 horas. Las alas del segundo avión temblaban como la hojarasca. ?Santiago, tendrás que reconocer que eres un cachondo, ¿o no??.

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