miércoles, 7 de enero de 2004

La parada

Miró hacia arriba, giró la cabeza para que no le deslumbrara el sol y pidió la aguja a su compañera. Apretó el puño. Lo abrió. Apretó la goma en lo alto del brazo y la sujetó con los dientes. Golpeó la piel para encontrar una vena hábil.



Sentado a su lado alguien estaba preparando otra dosis. Hacía frío. Estaban sentados en una loma de césped, entre pinos jóvenes. Más abajo nueve carriles de coches llenaban el aire de ruido hacia todas partes. Detrás la gente hacía la compra en el supermercado. Víspera de Reyes.



Cogió la aguja y la acercó a la parte interna del brazo izquierdo. Empujó levemente el émbolo y unas gotas calientes le salpicaron la mano. Acercó la aguja y la introdujo lentamente. Empujó el metal. Ahora los tres miraban lo mismo. A 20 metros de ahí y casi a la misma altura, sobre un puente de hormigón, una pareja que paseaba les observó distraídos. Se miraron. Bajaron la mirada. Siguieron su camino.



Levantó el émbolo y su sangre se mezcló en el cilindro de la jeringuilla. Volvió a empujar el émbolo. Observó la sustancia consumiéndose e invadiendo su cuerpo. Empujó otro poco. Otro poco. Otro. Poco. Nada.



Por un instante no hubo más ruido, ni más césped, ni puente, ni pareja, ni supermercado, ni droga, ni Reyes Magos, ni aguja, ni sol, ni sangre, ni nadie, ni nada. Después todo volvió a su sitio. De golpe. Había que salir corriendo de nuevo: sólo eso, correr. Hasta la siguiente parada.

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