lunes, 28 de julio de 2003

Ver el mar (28/07/2003)



Esa noche no durmió. Y por la mañana estaba aún más despierta que nunca. Ese día, por primera vez, iría sin sus padres al mar. No iría sola, la llevarían los cuidadores del centro, pero ellos eran más amigos y menos padres. Luego también iban los demás, pero los demás no le importaban demasiado; con sus gritos no le dejaban oír el mar.



Salieron del centro a las 8.00 de la mañana. Acababa de llover. Por un momento, al inspirar, creyó sentir el mar en la humedad del pavimento. Se rió, sabía que no lo era todavía, pero le divertía pensar que lo fuera, y que cada vez que saliera por esa puerta volvería a oler el mar.



“Hola” –dijo al subir al autocar. Miró al conductor. “¿Sabes una cosa?” le dijo “Hoy voy a ver el mar” y esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Se sentó y miró por el cristal. Vio a un hombre paseando a un perro y los amó. Vio a unos niños cargando con sus mochilas hacia el colegio y los amó. En todas partes vio el mar, y lo amó.



Para Tati, Javier López Recio

La última casa



Ayer fui a comer a casa de mis padres. Después de un año sin vivir con ellos me he dado cuenta de que les entiendo mejor. Quizás porque ahora tenemos cosas que decirnos; yo les cuento lo que hago y ellos me cuentan lo que sucede a su alrededor. Por ejemplo, esta semana la noticia ha sido el descampado que hay enfrente de su/nuestro bloque.



Al llegar al portal me encontré con Juan, el del taller mecánico. “¿Has visto? Ya han tirado la última” me dijo, mientras señalaba el descampado con el mentón. Enfrente, un montón de cascotes señalaban el lugar donde había estado hasta ese día la última casa “baja” del barrio. Hace 17 años, cuando llegamos a este barrio, había unas 20 o 30 casas bajas frente a nuestro bloque. A lo lejos se extendían docenas y docenas de ellas habitadas por payos y gitanos, conformando casi un pequeño poblado con su vida propia.



Cuando fui a coger el ascensor, María, la del segundo, estaba mirando las cartas de su buzón. “Hola ¿subes?” le dije. “Si, si” respondió y añadió “Has visto, ya han tirado la última”. “Si –respondí- ahora pondrán bloques”. “Si, y el polvo que van a levantar ... voy a tener la casa sucia todos los días” dijo. Bajó en su planta y seguí hasta el Cuarto.



Al entrar a casa di los buenos días a mi madre. Estaba sola y me esperaba para comer, como todos los jueves. “Has visto, han tirado la última casa” me dijo. “Si”, respondí. Intrigado ante tanta expectación fui al comedor para asomarme desde el balcón. Abajo, volví a ver los cascotes. Detrás de ellos se había hecho un gran montón de tierra y todo alrededor no quedaban más que algunos árboles solitarios; una higuera allí, un platanero allá.



Por un momento me acordé de las casas que había en ese lugar y pensé en las familias que las habitaban. Después intenté imaginar cómo iban a ser los bloques, cuántos habría y qué gente viviría en ellos. No lo conseguí. Por un momento me di cuenta de que nunca más volvería a tener la misma vista desde esa ventana y volví a mirar los cascotes para acordarme siempre de ese día, el día en que habían tirado la última casa, justo enfrente de la mía, la de mis padres, en la que yo ya no vivía.





Javier López Recio
El sofá



Anoche cuando volvía a su casa se encontró con un sofá usado en medio de la acera. Pensó que vendría muy bien para el cuarto en que vivían. Sudaba mientras lo arrastraba cuesta arriba hasta llegar al piso, a apenas una cuadra.



Cuando los niños bajaron corriendo y saltando sobre el sofá le gritaron “papá, papá, mira papá”, dos lágrimas como olivas empaparon sus pupilas. Se recogió el pelo grasiento, negro y rebelde y sus brazos de indiano izaron un lado del mueble para subir las cinco plantas que le separaban del descanso.



Cuando lo posó al fondo de la habitación vio que no encajaría entre las paredes. Apartó los colchones que invadían el suelo y los puso de pie sobre una de las paredes laterales. Un trozo de pintura se desprendió y cayó al suelo. Se sentó sobre el sofá. A su lado su mujer se sentó junto a él arrodillada y le abrazó. Sonreían mientras los niños volvían a sus juegos. Pronto se acostarían, sin cenar. Esta vez por olvido.



A una manzana de allí un matrimonio discutía sobre el color de la funda para su nuevo sofá.



Javier López Recio

viernes, 11 de julio de 2003

Al levantarme



Esta mañana al levantarme sentí que algo no andaba bien. Al bajar los pies de la cama al suelo topé con un vaso de agua que había dejado ahí la noche anterior. El vaso se volcó y con él su contenido. “Buenos días, son las ocho de la mañana” pensé. Fui a la cocina a por una bayeta y recogí el vertido accidental. Me imaginé que andaba por alguna costa desventurada llena de petróleo y llené el trapo amarillo de chapapote líquido y transparente.



Al abrir el frigorífico caí en la cuenta de que me había quedado sin leche para desayunar y no había vuelto a comprar. Tampoco había zumo. No pude evitar sonreírme. Cogí un vaso del armario y lo llené de agua. Medio del frigo y medio del grifo. Me senté. Pensé en qué haría en mi primer día de parado después de 15 años trabajando en la misma empresa. Afuera los primeros vencejos del año cruzaban el aire a toda velocidad y dejaban tras de ellos su aguda estela mientras atrapaban los insectos más madrugadores de la ciudad. Perdí la mirada sobre los valdosines de la cocina y sonreí.



Decidí que escucharía el sonido de los vencejos volando un poquito más mientras jugaba con el agua en mi boca. Decidí que buscaría una nueva vida a la vuelta de cada esquina. Y decidí que nunca más bajaría los pies de la cama solo por costumbre esperando encontrar siempre el suelo.



Javier López Recio
Primer Blog

Desde hace años, he creí­do que la Red era un medio excepcional para la comunicación. Ahora, me animo a probar una nueva opción comunicativa para entender y aprovechar sus posibilidades. Espero encontrar en ella un medio más para la expresión y una forma más de dar.



Javier López Recio (Aldeanueva de San Bartolomé, Toledo)